sábado, 4 de marzo de 2017

La primera vez que te vi estaba cansada, exhausta y adolorida. Fue un difícil momento luego haberme abierto de lado a lado para que puedas ver la luz de este mundo. Naciste en la tarde y fue emocionante. En la mañana de ese día tome un caldo de gallina y comí un plato de frijoles. ¡Puedes creerlo! A las 11 a.m. el doctor ya me decía que teníamos que proceder a la cesárea. Llegaste tú. Tenía tanto miedo que no pensaba en el dolor. Sólo tu papi y yo estábamos ahí, esperándote. Temía decirle a mamá Chela y al papi Goyo pues eran tan adultos que no quería preocuparlos. Solo le pedía a Dios que nos cuide.  Estabas ahí, al lado de mi cabeza, tu papi te sostenía y yo estaba despeinada. Estabas a mi lado y por fin, en ese momento te tenía tan cerquita. Cada vez que te veo ahora recuerdo ese momento y no me imagino haberte perdido. Casi todo el embarazo estuve sentada, deje la universidad, deje de ir al trabajo y sólo miraba la calle por la ventana. Todo vale con tal de tenerte a ti mi ternurita. ¡Cuánto te amo!

El dolor de la herida fue muy fuerte. Sanar se me hizo un dilema. Estuve sentada cinco meses. Tener un hijo siendo adulta de 35 fue difícil para mi. Siempre con una salud delicada pero con una sonrisa agradeciendo a Dios por un día más en que puedo ver el sol. Cierto día una amiga me hizo ver ello. No me había dado cuenta que tantas cosas me pasaban. Me decía que debía pasarme con huevo o bañarme con ruda. Pero, vamos, cada día tiene su propia carga, positiva o negativa. Así es la vida. Cada día era un día incierto con nuevas cosas que me sucedían. Pero estoy feliz por que te tengo a ti y a tu papi. Todas las dolencias pueden quedar de lado, rezagadas al verlos a ustedes. Ahora ya tienes siete años y aprendiste a leer jugando. Cuando estoy cansada o adolorida, me lees un pasaje de alguno de tus libros. ¡Grande, eres grande mi hijo! Eres una medicina para mi, eres mi alegría. Gracias Dios por mi más grande regalo.